Sobre mí

   

Los Rodriguez estamos diseminados por el mundo y somos millones. Y de un tiempo a esta parte me sorprendió encontrarme con demasiadas Miriam. Mi segundo nombre es Susana, no me disgusta, pero a decir verdad le doy poco uso, por eso cuando lo escucho no me suena como propio. Esta es la razón por la que decidí darle un descanso en este espacio y a cambio dejar que mi apellido materno tome el aire que merece.

Dicho esto, toca comenzar...

    

  Me llamo Miriam Rodriguez Roa, vengo del siglo pasado. Nací un día de invierno de 1.963, en Florencio Varela, Buenos Aires, Argentina. Soy tercera generación de varelenses. Y por esas tradiciones o costumbres de entonces, la partera que ayudó a traerme al mundo fue la misma que veinticuatro años antes, recibió a mi padre.

Ser educadora preescolar, la pedagogía, psicología y mi participación en talleres de arte fueron la base para despegar y ser auxiliar psicoterapéutico. Reeducar habilidades perdidas, presentar las desconocidas. Despertar y reconocer emociones, descubrir otras. Liberar expresiones. Explorar los sentidos. Alcanzar mejor calidad de vida. Trabajar para y por la inclusión, son moneda corriente en mi vida desde hace más de veinte años. He trabajado aplicando laborterapia en hogares de ancianos y talleres de adultos con discapacidad mental. Y en el último tiempo estoy dedicada a la arteterapia con niños, adolescentes y jóvenes, con y sin patologías y TEA (Trastorno del espectro autista).

Las artes son un fenómeno social, un medio de comunicación, una necesidad del ser humano de expresarse y comunicarse mediante formas, colores, sonidos, letras y movimientos.

Enriquecen la vida cotidiana y logran un sentimiento de bienestar. Aún sin ser consciente de ello, siempre me acompañaron.

Solía pintar. Ya no lo hago. En mis acrílicos generalmente aparecían grandes felinos, que se destacaban por sus ojos rasgados y luminosos.

Cuando mi padre partió, en el intento de reconstruir mi corazón literalmente roto, busqué refugio en los pinceles, pero el lienzo me devolvió la imagen de un cachorro de yaguareté con una mirada tan dolorosa, triste y desolada que ya no volví a pintar.

Es evidente que el alma se expresa sobre un plano en blanco.

Sí, nunca dejé de escribir. Lo hago desde muy pequeña. Disfruto del proceso. Del acopio de ideas y la pulsión de imágenes que invaden mi universo para luego ser palabras.

Así llego a estos relatos desencadenados. Breves, sencillos, recopilados sin orden, como van surgiendo y seguramente se sumarán alguno de aquellos que hace tiempo duermen en un archivo.

Escribir es casi un acto egoísta. Lo hago porque me gusta, me hace bien. Pero si alguien quisiera leerlos, bienvenido sea. Agradezco el tiempo brindado. Y si por esas cosas, lo que narro conmueve o simplemente les resulta agradable, habrá valido la pena compartirlos. 

    

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